En mi valle, imponente
montañas me rodeaban, recuerdos que inundan un corazón acostumbrado a la rutina
del cambio. Años atrás la anécdota de un loro posándose en la reja de la casa. Verde,
tan verde como pensaba que eran los arboles de donde provenía, ese loro era la
libertad que le daban sus alas. Creía que provenía de Brasil y aquel país
estaba pasando la primera montaña que quedaba atrás de mi casa, la distancia en
ese entonces se media en si alcanzaría a llegar o no a la once. Por lo tanto, Brasil
no estaba tan lejos.
Hoy, el valle en el que crecí
es para mí tan pequeño como el mundo que se encuentra en mi escritorio, entre
papeles y embaces, con tantos cambios que a veces no lo sé reconocer, el esplendor
de mi infancia no existe. En cambio, la decadencia y el descuido es el reflejo
de la falta de cultura, cultura antes explotada. Veo como la juventud busca un
espacio para echar a volar la mente, tenerla ocupada en la creatividad y
liberar así su alma.
Mi tierra del sol, mi
tierra del cáñamo y del tabaco, con sus parajes en primavera, con su frio fiero
que hiela la piel, la carne, los huesos y enmudecen los pensamientos, frio que
llega hasta el alma, pero que es calentada por el fervor de aquella gente que
se niega a dejar morir el lado cariñoso y humilde que el Aconcagua siempre ha
tenido pero que el individualismo va matando.
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